Opio en India profunda

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Nagaland
India
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Opio en India profunda

Texto de Agustina Vigano

Fotos de Sebastián Vilariño

 

India

Amanece en Assam, tierras planas antiguamente selváticas, hoy pobladas de gente y tierra que hacen nubes de polvo al despertar las motos y autos, taxis y vendedores. Nos dirigimos a Nagaland, territorio vecino de Birmania que una vez fue parte de este reinado y desde hace un siglo fue apropiado por los ingleses en favor de la India.

Vamos en un jeep-taxi compartido con gente local que vuelve a su pueblo por un sinuoso camino de montaña que al sol matinal deja ver yacimientos de carbón. Inmensos pozos negros están siendo vaciados por camiones; uno tras otro bajan a la llanura mientras nosotros nos adentramos en el profundo bosque húmedo de las Naga Hills.

Una hora más tarde llegamos a Shiyong, un pueblo en la cima de la sierra, lugar estratégico para la tribu cazadora Konyak, por su vista panorámica del valle que permite ver la llegada del enemigo. Son famosos por ser Cazadores de Cabezas. Solían llevar colgadas al cuello y en la puerta de sus casas los cráneos de sus enemigos como trofeos de guerra y marca de hombría. Sin embargo, son las personas más amables, hospitalarias y alegres con sus amigos. Esta tribu de raíces mongoles habita Shiyong manteniendo su tradición oral desde tiempos ancestrales. Si bien hay muchos poblados Konyak, cada uno habla su propio dialecto.

Tienen una estructura de comunidad donde el rol de la mujer es toda labor de cocina, limpieza, recolección de agua y cultivo de la tierra. Usan tatuajes en las piernas que permite reconocer a las casadas de las solteras y cargan con el peso de tener que compartir a su marido con otras mujeres. Los niños se crían y cuidan entre ellos; es muy común ver a chicas de 9 años con su hermanito de 2 colgado en la espalda mientras lavan la ropa o juegan.

Los hombres se juntan en los Morungs, una casa construida en un punto estratégico que se utiliza como sede social y de entrenamiento. El cacique es quien manda y es tal por su cualidad de gran cazador. Tomaban turnos de vigilancia, siempre alertas al posible advenimiento del enemigo. Características típicas de estos hombres son los tatuajes en la cara, las expansiones en los lóbulos de las orejas y el infaltable Dao, machete de unos 70 cm de largo que cuelgan en una funda a la altura de la cintura. Cazadores y defensores de su pueblo, estos antiguos guerreros eran una gran amenaza y dificultad para los ingleses invasores, quienes en medio siglo perdieron más de 6 batallas.

Fue hacia fines del siglo XIX, cuando llegaron las misiones cristianas, que se acallaron las creencias animistas y, como resultado, hoy tan solo las viejas generaciones aún creen en los espíritus de la selva. Si bien pudieron mantener esta tradición, no estuvieron al margen de la dominación. Fue con el opio que los ingleses lograron manipularlos y tranquilizarlos, para luego imponer la prohibición de cortar cabezas domando así a los feroces guerreros.

Un poco de historia

El opio está presente en culturas ancestrales de medio oriente, Egipto y Roma. Los mercaderes árabes lo llevaron a Oriente para su uso medicinal. Durante siglos se utilizó con estos fines por su cualidad analgésica. Los árabes instruyen a los chinos sobre su uso recreativo y estupefaciente; en poco tiempo se propagó por el país generando grandes adicciones en la sociedad hasta que se prohibió su importación en el siglo XVI. En la India, grandes extensiones de tierra de las planicies y valles eran destinadas a plantaciones de amapola. Las familias extraían el néctar y una vez seco lo malvendían en Calcuta a las fábricas de la inglesa East Indian Company. Allí se refinaba, se cargaba en los buques y era llevado a China la cual, a pesar del bloqueo, compraba en el mercado negro. De esta forma se instauró el consumo también en la sociedad india. La región del Nordeste, en las fronteras de Nagaland y Mizoram, es actualmente una de las rutas por donde se escapa el opio de Birmania

 

El Rito

Phejin nos está esperando para alojarnos en su hogar. El poderoso aroma del cerdo guisándose en la cocina a leña nos trae de las narices. Las casas se elevan en pilares a 3 metros del suelo; la construcción es enteramente de bambú. El techo de paja permite al humo de la cocina salir por las paredes entretejidas. Es un gran ambiente. En su centro, un piso flotante de adobe hace de hogar y cocina. Por encima cuelgan carnes de cerdo y vaca que se ahúman con el fuego eterno de la gran familia.

Caminamos horas por el campo, un paisaje serrano plantado con té, terrazas de arroz y vegetales. Parece de cuento. En un pequeño valle remoto, escondido entre las sierras, las amapolas yacen solitas terminando de desprender sus pétalos que forman una alfombra de seda fucsia sobre la tierra.

La amapola, o papaber sumnifurum, tiene un tallo largo -de entre metro y metro y medio- que termina en una pelota dura verde desde donde salen los pétalos fucsia que al caer avisan que ya es hora. Con una hoja de afeitar se hacen cortes diagonales muy superficiales en la cabeza de la planta y en pocos segundos exudan una especie de leche espesa, rosácea, casi gomosa. Usan una tela de puro algodón natural sostenida con una pinza hecha de caña para recolectar el néctar y van enrollando la tela. En cuestión de minutos se seca y pasa a tener un color marrón; su olor es suave, casi imperceptible. Éste es el opio crudo. Cuando el paño se empapa hasta quedar completamente marrón, es tiempo de guardarlo para que seque al sol durante dos días.

Como cada anochecer, el grupo rodea la fogata sentados en banquitos de bambú tejido, con las rodillas casi tocando el pecho. El hombre trae siempre sus utensilios consigo. Al calor del fuego, apoya una cuchara de cobre -como una mini sartén con mango largo- que sostiene con su mano izquierda, coloca la tela y un poquito de agua. Mientras, en la mano derecha tiene dos palitos con los que mezcla, revuelve y da vueltas a la tela para que desprenda el néctar. Cuando ya no queda más jugo en la tela, la retira de la cuchara. Ahora el agua es profundamente marrón, su olor es fuerte, concentrado.

Continúa cocinando hasta que el agua se evapora casi por completo convirtiendo el remanente en una goma negra, espesa, parecida a la borra del café. Es momento de retirarlo del fuego. Ya tiene preparados hilitos de hoja de plátano que va depositando en la cuchara y lo mezcla con el opio. A su lado, el té negro está listo y la pipa de agua también. Ha llegado el momento.

En el extremo de la pipa pone una pelotita de la mezcla con una pequeña brasa, aspira honda y lentamente, espera un segundo y exhala un humo muy blanco, denso, espeso, dulce y floral, que inunda la cocina.

Al pasar la pipa con el preparado, sorbe un trago de té, y sigue la ronda. El fuego es un factor hipnotizante, el humo relaja, el opio entra en el cuerpo haciendo que los músculos se ablanden. Todo es lento y suave, como flotando en dulces nubes de amapola.

 

Opio en India profunda

Texto de Agustina Vigano

Fotos de Sebastián Vilariño

 

Shiyong

Amanece en Assam, tierras planas antiguamente selváticas, hoy pobladas de gente y tierra que hacen nubes de polvo al despertar las motos y autos, taxis y vendedores. Nos dirigimos a Nagaland, territorio vecino de Birmania que una vez fue parte de este reinado y desde hace un siglo fue apropiado por los ingleses en favor de la India.

 

Vamos en un jeep-taxi compartido con gente local que vuelve a su pueblo por un sinuoso camino de montaña que al sol matinal deja ver yacimientos de carbón. Inmensos pozos negros están siendo vaciados por camiones; uno tras otro bajan a la llanura mientras nosotros nos adentramos en el profundo bosque húmedo de las Naga Hills.

Una hora más tarde llegamos a Shiyong, un pueblo en la cima de la sierra, lugar estratégico para la tribu cazadora Konyak, por su vista panorámica del valle que permite ver la llegada del enemigo. Son famosos por ser Cazadores de Cabezas. Solían llevar colgadas al cuello y en la puerta de sus casas los cráneos de sus enemigos como trofeos de guerra y marca de hombría. Sin embargo, son las personas más amables, hospitalarias y alegres con sus amigos. Esta tribu de raíces mongoles habita Shiyong manteniendo su tradición oral desde tiempos ancestrales. Si bien hay muchos poblados Konyak, cada uno habla su propio dialecto.

Tienen una estructura de comunidad donde el rol de la mujer es toda labor de cocina, limpieza, recolección de agua y cultivo de la tierra. Usan tatuajes en las piernas que permite reconocer a las casadas de las solteras y cargan con el peso de tener que compartir a su marido con otras mujeres. Los niños se crían y cuidan entre ellos; es muy común ver a chicas de 9 años con su hermanito de 2 colgado en la espalda mientras lavan la ropa o juegan.

Los hombres se juntan en los Morungs, una casa construida en un punto estratégico que se utiliza como sede social y de entrenamiento. El cacique es quien manda y es tal por su cualidad de gran cazador. Tomaban turnos de vigilancia, siempre alertas al posible advenimiento del enemigo. Características típicas de estos hombres son los tatuajes en la cara, las expansiones en los lóbulos de las orejas y el infaltable Dao, machete de unos 70 cm de largo que cuelgan en una funda a la altura de la cintura. Cazadores y defensores de su pueblo, estos antiguos guerreros eran una gran amenaza y dificultad para los ingleses invasores, quienes en medio siglo perdieron más de 6 batallas.

Fue hacia fines del siglo XIX, cuando llegaron las misiones cristianas, que se acallaron las creencias animistas y, como resultado, hoy tan solo las viejas generaciones aún creen en los espíritus de la selva. Si bien pudieron mantener esta tradición, no estuvieron al margen de la dominación. Fue con el opio que los ingleses lograron manipularlos y tranquilizarlos, para luego imponer la prohibición de cortar cabezas domando así a los feroces guerreros.

 

Un poco de historia

El opio está presente en culturas ancestrales de medio oriente, Egipto y Roma. Los mercaderes árabes lo llevaron a Oriente para su uso medicinal. Durante siglos se utilizó con estos fines por su cualidad analgésica. Los árabes instruyen a los chinos sobre su uso recreativo y estupefaciente; en poco tiempo se propagó por el país generando grandes adicciones en la sociedad hasta que se prohibió su importación en el siglo XVI. En la India, grandes extensiones de tierra de las planicies y valles eran destinadas a plantaciones de amapola. Las familias extraían el néctar y una vez seco lo malvendían en Calcuta a las fábricas de la inglesa East Indian Company. Allí se refinaba, se cargaba en los buques y era llevado a China la cual, a pesar del bloqueo, compraba en el mercado negro. De esta forma se instauró el consumo también en la sociedad india. La región del Nordeste, en las fronteras de Nagaland y Mizoram, es actualmente una de las rutas por donde se escapa el opio de Birmania

 

El Rito

Phejin nos está esperando para alojarnos en su hogar. El poderoso aroma del cerdo guisándose en la cocina a leña nos trae de las narices. Las casas se elevan en pilares a 3 metros del suelo; la construcción es enteramente de bambú. El techo de paja permite al humo de la cocina salir por las paredes entretejidas. Es un gran ambiente. En su centro, un piso flotante de adobe hace de hogar y cocina. Por encima cuelgan carnes de cerdo y vaca que se ahúman con el fuego eterno de la gran familia.

Caminamos horas por el campo, un paisaje serrano plantado con té, terrazas de arroz y vegetales. Parece de cuento. En un pequeño valle remoto, escondido entre las sierras, las amapolas yacen solitas terminando de desprender sus pétalos que forman una alfombra de seda fucsia sobre la tierra.

La amapola, o papaber sumnifurum, tiene un tallo largo -de entre metro y metro y medio- que termina en una pelota dura verde desde donde salen los pétalos fucsia que al caer avisan que ya es hora. Con una hoja de afeitar se hacen cortes diagonales muy superficiales en la cabeza de la planta y en pocos segundos exudan una especie de leche espesa, rosácea, casi gomosa. Usan una tela de puro algodón natural sostenida con una pinza hecha de caña para recolectar el néctar y van enrollando la tela. En cuestión de minutos se seca y pasa a tener un color marrón; su olor es suave, casi imperceptible. Éste es el opio crudo. Cuando el paño se empapa hasta quedar completamente marrón, es tiempo de guardarlo para que seque al sol durante dos días.

Como cada anochecer, el grupo rodea la fogata sentados en banquitos de bambú tejido, con las rodillas casi tocando el pecho. El hombre trae siempre sus utensilios consigo. Al calor del fuego, apoya una cuchara de cobre -como una mini sartén con mango largo- que sostiene con su mano izquierda, coloca la tela y un poquito de agua. Mientras, en la mano derecha tiene dos palitos con los que mezcla, revuelve y da vueltas a la tela para que desprenda el néctar. Cuando ya no queda más jugo en la tela, la retira de la cuchara. Ahora el agua es profundamente marrón, su olor es fuerte, concentrado.

Continúa cocinando hasta que el agua se evapora casi por completo convirtiendo el remanente en una goma negra, espesa, parecida a la borra del café. Es momento de retirarlo del fuego. Ya tiene preparados hilitos de hoja de plátano que va depositando en la cuchara y lo mezcla con el opio. A su lado, el té negro está listo y la pipa de agua también. Ha llegado el momento.

En el extremo de la pipa pone una pelotita de la mezcla con una pequeña brasa, aspira honda y lentamente, espera un segundo y exhala un humo muy blanco, denso, espeso, dulce y floral, que inunda la cocina.

Al pasar la pipa con el preparado, sorbe un trago de té, y sigue la ronda. El fuego es un factor hipnotizante, el humo relaja, el opio entra en el cuerpo haciendo que los músculos se ablanden. Todo es lento y suave, como flotando en dulces nubes de amapola.

 

 

 

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